Su
respuesta fue: “En la Casa Blanca no se hacen preguntas tontas”. Y por eso
cuento la historia de una respuesta ante un final.
Nadie
podía recordar la mirada del presidente aquella mañana. El mundo desconocía la
barbarie que había estado a punto de suceder. Ningún medio de comunicación
volaba con J.F. Kennedy esa mañana de octubre en el avión presidencial.
Recuerdo que, para aquella época, este que os habla, era un manojo de
inseguridades a cargo del equipo de comunicación de la Casa Blanca. Desde que
recibimos la primera llamada hasta que nos dieron luz roja todo el mundo en
aquél despacho echaba de menos el ruido cotidiano de cada día. Sólo podíamos
respirar silencio y nadie era capaz de escribir una sola línea sobre el intento
de asesinato al presidente, sobre si el mundo cambiaría aquella mañana, si
volverían las elecciones o la ira se levantaría contra todo, sobre si había
sido un intento de asesinato o un asesinato hacia el intento de liberar nuestro
país.
No
sé describiros cómo estaba el cielo de Washington DC aquella mañana. Se ancló
el infinito, el horizonte se hizo bloque, el desconocimiento subió de precio y
el silencio se pagaba a precio de gramo de inútil oro.
Pensé
en Jacqueline, en el beso que le había dado de buenos días, en la corbata que
se puso aquella mañana, en la agenda llena de futuros, en si había sido aquél
el último beso, el último buenos días, la última corbata, el último presidente
de Estados Unidos asesinado a manos de una causa perdida, de la pérdida de mil
causas.
Se
habían creado doce comunicados de prensa cuando llamaron a uno de nuestros
teléfonos oficiales: luz roja. Luz roja significaba la destrucción de las doce
convocatorias, reunir a todo personal vinculado a la presidencia y asegurar,
casi por ley, que debían sonreír y actuar con total normalidad dentro de la
empresa más singular de todo el país.
Me
gustaría que ahora mismo estuvieses equivocado. Que no supieras que nuestro
presidente, mi presidente, fue asesinado. Que no leyeras estas líneas con ese
final en tu memoria histórica. Que no proyectases en tu mente las imágenes de
Jaqueline, mi Jacqueline, recogiendo los restos de su marido de la parte trasera
del Ford Lincoln, porque sé que recuerdas que llevaba un vestido rosa por las
manchas de sangre, que no quiso cambiarse de ropa para que la humanidad fuese
consciente del tremendo asesinato, sé que sabes que aquel día se burló la
seguridad de toda una nación, cambiaron leyes, opiniones y vidas. Infinidad de
vidas.
Harrison,
Lincoln, Garfield, McKinley, Harding y Roosevelt. Seis presidentes de los
Estados Unidos asesinados hasta aquella fecha. El intento de hacerlo con
nuestro Kennedy no era una utopía, no era una sinrazón, no podía estar pasando.
Por aquella fecha no era delito federal matar al presidente, ni mucho menos,
intentarlo.
Tras
la tentativa de derribo del avión presidencial, el presidente y su comitiva
dieron la vuelta y llegaron con dos horas de antelación a la Casa Blanca. Nunca
he sido capaz de olvidar el gesto del presidente entrando por la puerta del ala
derecho. Miraba al frente, no hablaba con nadie de su alrededor y apretaba su
puño derecho contra su cuerpo. Ese era un gesto que sólo conocíamos los que
trabajábamos para su familia: silencio ante Jacqueline.
Éramos
cinco los que conformábamos el comité de comunicación del presidente y nos
reunió a todos tras veinte minutos de soledad en el Despacho Oval.
“Han
intentado matarme, y siento con tesón que llegará el día que lo consigan. Deberéis
entonces recordar estas directrices: ser valientes, deberéis actuar con firmeza
y profesionalidad. Estados Unidos se merece un trato íntegro ante el asesinato
a un presidente. Por Jaqueline, deberéis tachar de conspiranoicos a los que
filtren este intento de asesinato, deberéis dar un culpable inmediato, un por
qué, un lugar, una hora y un futuro digno para la estabilidad de la nación. No
dejéis que el miedo se apodere de vosotros.”
El
presidente de los Estados Unidos se estaba despidiendo. Realmente, estaba
haciendo historia, estaba surcando cada uno de nuestros corazones. Tenía
derecho a derrumbarse, a crear mil leyes, a blindar todos sus coches, a
encerrarse, a mudarse, a dimitir y llevarse a su familia lejos. Muy lejos.
Decidió
vencer al enemigo. Se levantó cada mañana, y hasta el final de sus días, como
presidente de los Estados Unidos de América, como padre de dos hijos, como
marido de una impresionante mujer.
John
Fitzgerald Kennedy me nombró director del comité de comunicación de la Casa
Blanca veinte días después de ser nombrado presidente y ante el rechazo de
muchos, por ser inmigrante y de raza negra. Tras cuarenta días en el poder
subió los salarios de toda la comunidad inmigrante dentro de la Casa Blanca para
que cobrásemos lo mismo que nuestros compañeros de trabajo blancos. Tras seis
meses de presidencia nos llamaba a cada uno de nosotros, desde el mozo de carga
hasta la mujer del cocinero por nuestro nombre. John no hizo todo bien, se equivocó
y tomó decisiones cuestionables, muy cuestionables como presidente. Pero en
estas líneas, en las de mi vida, no puedo juzgar ni una sola arruga como
equívoca a su lado.
La
mañana en la que John y Jacqueline se dirigían a Dallas, Texas, y que tras su
paso por la plaza Dealey fuese víctima de tres letales disparos, se paró ante
mí en los pasillos del vestíbulo de nuestro despacho y dijo:
+¿Hay algo que quiera preguntarme?
Y
en cierto modo sentía la obligación de responder con un sí.
-¿Tiene miedo a la muerte?
Y
contestó.
+ En la Casa Blanca no se hacen
preguntas tontas.
Me
dio la mano y sonrió. Estaba aterrado.
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